lunes, 27 de julio de 2009

Monólogo contigo y de tí

El día que me morí vestías un traje sobrio, color reproche porque así te lo ordenan en el trabajo. Llegaste como siempre, ocultando tu tristeza para tratar de hacerme más cómoda mi estancia en ese cuarto, que sabías cuánto detestaba. Te sentaste en la silla de las visitas a verme, silenciosa, mientras simulaba dormir plácidamente como nunca antes en mi vida, aunque en ese momento yo hubiera vendido mi alma por dormir una noche en mi propia cama, mi propio cuarto. Me trajiste un ramo de gladiolas por ser tus flores favoritas, aunque hubiera preferido un buen libro o quizás algunos discos para distraer el tedio de la espera de la muerte innegable. Pero fue bueno, allí escondido tenías un pedacito minúsculo del queque de chocolate que tu madre sabía demasiado bien que yo adoraba. Nada mejor se me pudo ocurrir para un remedo de última cena. Fingí despertar desbordante de vitalidad, esforzándome por desdibujar con una sonrisa la expresión de dolor angustioso que me provocó el hacer un amago de estirarme. Pretendí siempre con cada una de sus visitas, exorcizar las premoniciones de funeral inminente del médico y su grupo de estudiantes morbosos que observaban mi lenta peregrinación hacia un ataúd café. Lo que todo el mundo no comprendió nunca fue esa terquedad mía de mantenerme alerta, sin hundirme en la marisma cenagosa de la inconsciencia para olvidar el dolor y la desesperación de una batalla perdida cuatro meses antes del diagnóstico definitivo. Recuerdo las caras asombradas de los galenos viejos, rodeados de internos universitarios que los miraban de soslayo con envidia y reverencia casi sobrenatural. Y las de todos los amigos y las de los familiares que al principio de este percance colmaban todos los días las cuatro paredes blancas y que con el devenir de los meses fue disminuyendo hasta que sólo mi madre y vos venían a comprobar con alivio amargo que aún seguía desobedeciendo la sentencia de haberme muerto hace medio año. Nunca, ni en mis más terribles desesperanzas pensé que todo acabara así, en el peor de los casos me imaginé atropellado por algún conductor imprudente cuando me bajara de algún bus. Con la mínima redención de que fuera rápido y sin siquiera darme cuenta que me había muerto. Eso era lo importante, lo necesario, que no tuviera que soportar una agonía vergonzante, que me redujera a un pedazo de carne próximo a la descomposición. Donde fueran los aparatos, los tubos quienes intentaran infructuosos hacerme más ameno ese letargo, preámbulo de la muerte. Para así, llegado el momento, la gente que alguna vez me conoció no pudiera recordarme más allá de una cama de hospital. No podía permitírmelo, no quería que me consideraran un moribundo estorboso, que no tenía la decencia de morirse y que tras de todo ni siquiera podía hablar con quienes fueran a visitarlo, para por lo menos recordarse porqué habían entrado a ese cuarto... Pero fue el pavor a morirme lo que me hizo aguantar tanto, y no la tenacidad heroica que le hice creer a todo el mundo. ¡Ah! Ni siquiera en mi momento de mínima gloria dejé de aparentar que mi vida era poco menos que perfecta. Los que creyeron adivinar esta verdad prefirieron seguirme el juego, autoengañándose para no destruirme también esta pobre esperanza mía. Seguros y complacidos de su buena acción, por más vacía que fuera. Ella era una de estas personas, y yo lo sabía. Jamás pude hacerte creer alguna de mis mentiras. Me miró con un cierto dejo de lástima para ofrecerme las flores, gladiolas, no sé si ya lo había dicho. Tus favoritas. De paso me advirtió que me fijara bien, que habías puesto una sorpresa. Cuando descubrí el mísero pedacito de queque no pude reprimir las lágrimas. Nunca fui una persona sentimental, pero ese pequeño gesto de condescendencia me hizo recordar todas las insignificancias que le dan a la vida la verdadera razón para aferrarse a ella con desespero. Te inclinaste para abrazarme y para llorar conmigo. Y yo que ese día decidí de una vez y en definitiva dejar de luchar, abandonarme a los designios del maldito cáncer hepático con metástasis en casi todo órgano del sistema digestivo. No podía más con el dolor, el dolor, ¡oh por dios!, con el dolor. Ni con las caras largas de las dos mujeres que venía a verme con desesperanza lánguida, ni con el asombro de los especialistas en oncología, ni con la deferencia temerosa y lastimera que todas las enfermeras le prodigan a los que ya le tienen preparada el acta de defunción. Recuerdo a Rita una noche mientras simulaba dormir, me impuso sus manos cansadas por el desacostumbrado turno nocturno. Me decía en voz baja con toda la convicción del mundo que “por favor, no luchés más. Descansá ya de una vez. Descansá... Si tenés algún asunto pendiente, dejálo ir. Ya no interesa”. Me habían dicho que las enfermeras jóvenes eran muy impresionables con sus primeros pacientes. A juzgar por lo que Rita -bata blanca, ojos negros, ademanes sutiles- me había dicho, yo era el primero primerísimo que le tocaba atender. Lo peor sucedió tres días después, cuando desperté de improviso -el dolor, como una brasa, como un gusano que te come por dentro- vi a mi madre repitiendo las mismas palabras. Esa vez lloré con ella de la misma manera que lloré cuando me dejaron el primer día en el kinder. Igual que aquella vez cuando mi primera novia me dejó por el idiota que siempre le había alborotado las hormonas. Y el dolor, por dios, el dolor. Constante, cierto, irrompible. Y ella aquí, y eso que la había perdido desde hacía tanto. Habías vuelto al país dejando tirados un trabajo excelente, a tu prometido, a tu propio final feliz de cuento de hadas, desde el momento que alguien te avisó mi próximo punto final. Y yo, desconsiderado de mí, no me moría. Tuvo que establecerse de nuevo en este pedacito de tierra que, yo sabía, la asfixia. Una vez repuesto de mi ataque de angustia te pedí, por favor, que te fueras. Estaba sintiendo los albores de mi paro cardiorrespiratorio que me mandaría, esta vez sin aplazo a ser olvidado en un ataúd café. Bajo dos metros de buena tierra negra y una cruz de cemento. Ella no me hizo caso. Sos más terca que yo, y eso es decir mucho. Me atraganté como pude con el queque de chocolate, no podía irme sin volverlo a probar, después de tanto tiempo.

-Vete ya.

-Acabo de llegar, no seás grosero.

-Vete ya...

Según supe después, el maldito ataúd no fue café, sino caoba. ¡Caoba! Y yo que detestaba ese color.

(Enero, 2004)

6 comentarios:

  1. Ah mae... este está realmente muy bueno.. creo que es mi favorito hasta el momento.

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  2. aunque ya no publicas tanto de lo que escribes en un blog, es realmente un placer y refrescante encontrar tus letras. Similar el tema, distintas plumas, distintos mundos, me encanta tu estilo, desde que eras buitre.

    Deshora

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  3. Esta muy bueno! me parece que cuando me sienta en ese estado voy a releerlo...

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